El Pertiguero

Hablamos de cofradías

La Tertulia

«Minicuentos de Navidad» por Ángel Rodríguez Aguilocho

(Navidad 2016)


Érase una vez una calle abierta a la vida. Su suelo combinaba colores y los días de humedad, las personas que la cruzaban tenían la sensación de ir resbalándose constantemente. Olía constantemente a churros recién hechos, tenía el eco de una máquina de afilar cuchillos y tijeras, y a veces, al fondo, se oía el eco de alguna gitana de esas que vendían ajos y tagarninas recién cogidas. En sus aceras, abrían sus puertas viejos negocios, de esos que ya no quedan. Donde podías comprar un batín o unas babuchas, o donde podías regalarle un ramo de flores a aquella niña que te enamoraba. Pero llegaba la Navidad, y una de aquellas tiendas parecía renacer como un volcán en erupción. Sus enormes cristaleras, parecían provocar el efecto de un embudo que hacía que cada chaval que por ella pasaba, cogiera con fuerza la mano de su madre o de su padre y tirara de ella en busca de aquel efímero reino de los sueños. En aquellos grandes escaparates, los niños dejaban marcadas las palmas de sus manos e incluso de sus narices, mientras sus ojos se perdían buscando la altura de una montaña de juguetes y muñecas que parecían no acabarse nunca, mientras un trasiego de bolsas y papeles de regalo a sus espaldas, daban forma a una de las noches más mágicas del año. Luego, la Navidad pasaba…y aquella tienda y aquella calle volvían a la monotonía. Hasta que la monotonía se volvió infinita… Y ya nunca nada en aquel enorme escaparate volvió a ser lo que era. Como en tantos sitios. Como tantas cosas… Y lo que era una señal inequívoca de que estábamos en Navidad, desapareció para siempre.

 

Tengo un amigo que dice que no cree en nada. O que cree que no cree en nada. O que quiere creer que no cree en nada. Yo en el fondo lo que creo…es que cree en muchas más de lo que él mismo piensa. Vaya trabalenguas ¿no? Es uno de muchos, a los que la vida le ha venido casi marcada desde hace muchos años. De esos que lleva desde pequeño una mochila en la que alguien le metió algo, y que por más que lo intenta …no acaba de conseguir sacarlo para siempre. Pero a veces hay gestos, recuerdos, símbolos, imágenes… que le hacen dudar de nuevo casi de todo. Como si su cabeza estuviera metida en una enorme coctelera de la que intenta salir aunque sea solo por un momento para coger un poco de aire. Como si sus dos verdades pelearan de vez en cuando para ver quien se lleva el gato al agua. Y se acerca la Navidad… Esa fiesta en la que medio mundo celebra el nacimiento de Jesús y el otro medio, aunque parezca rocambolesco, no sabe muy bien que es lo que celebra. Pero el caso, es que lo celebra. Y como un gesto más, casi sin saber aún si cree o no, volverá a reunirse con su familia para brindar y echar unas risas y quién sabe si quizás también alguna lágrima. Un día un amigo le dijo, que si nos empeñamos en echarle las culpas a Dios de todo lo malo que nos pasa, también deberíamos darle las gracias por todo lo bueno que nos da… Y en eso consiste al fin y al cabo la Nochebuena. Pero más en dar gracias, que en echar culpas. Todo sea dicho. Que la disfrutes amigo… Sé que lo harás.


Érase una vez un hombre enamorado de los Reyes Magos de Oriente. Solo pensar en la noche del cinco de Enero le erizaba la piel, y disfrutaba de la cabalgata y de todo lo que con ellos se relacionaba como un auténtico niño. Le gustaba fijarse en sus figuras cuando iba a ver los belenes, y se preocupó de enseñarle a sus hijos a vivir aquel misterio que hace que siempre aquellos tres hombres buenos sean capaces de cumplir casi todo lo que pedimos. Tan fanático se volvió de ellos, que empezó a cogerle verdadera manía a aquel personaje de rojo y blanco que venido no sabía bien de donde, le había quitado parte de su parcela a aquellos tres a los que tanto veneraba. Pero las cosas de la vida, por razones que no vienen al caso, aquel hombre no tuvo más remedio y un buen día, allá que estaba en aquel centro comercial enorme de techos inalcanzables y laberintos de escaleras mecánicas, vestido de Papá Noel, un gorro blanco y rojo con su borla, con una campana en la mano y soltando de vez en cuando un JO-JO-JO…que se perdía irremediablemente entre el bullicio de la gente que se afanaba en hacer sus compras. De pronto, reparó en que un niño de poca edad, con un paquete de golosinas en la mano se quedaba como embobado mirándolo. “Hombre…alguien que por fin me hace caso” pensó. Así que decidió acercarse a él, se agachó hasta ponerse a su altura y medio susurrando le dijo. “Y tú ¿Qué me vas a pedir que te lleve el día de Navidad?”. A lo que el niño sin dudarlo contestó: “No creo en ti. Eres solo un tío disfrazado… Yo solo creo en los Reyes Magos…” Aquel hombre se apartó de la cara del niño asombrado por la respuesta. Pero tras unos segundos de silencio volvió a acercarse y le dijo aún más bajito: “¿Pues sabes que te digo…? Que ya somos dos… “ Y dejó a aquel niño con la boca abierta y su bolsa de chucherías, mientras hacía sonar su campana alejándose entre la gente.


Había una vez una niña a la que llamaron María. Cogida del brazo de su madre, cruzaba lentamente una calle en una ciudad destruida, mientras el sol se ponía en el horizonte, y sus pasos hacían ruido en un suelo lleno de polvo y de cascotes. Unos metros delante, sus hermanos se daban la mano entre ellos, y el último le daba la mano a su padre, quien a duras penas llevaba apoyada en su espalda una enorme bolsa hecha con una tela donde llevaba prácticamente todas sus pertenencias. La madre, llevaba una bolsa parecida sobre su hombro, y la pequeña María, jugando a imitarla, también se había hecho una pequeña mochila con una tela de colores llamativos donde llevaba los pocos juguetes que había podido coger de lo que quedaba de su casa. Más que andar, vagaban sin destino por aquella ciudad casi fantasma, mientras desde algunas de sus casas, salían pequeñas columnas de humo, algunas restos de alguna batalla, y otras resplandores de alguna fogata que alguien utilizaba para calentarse. Al doblar una esquina, y casi ya sin luz, su padre decidió entrar en una casa sin puertas pero que conservaba al menos parte de las paredes y también parte del techo. Como aquel villancico del rico avariento, buscando posada desesperadamente, solo que ellos no encontraron a nadie que les negara cobijo porque nadie había dentro para hacerlo. Soltaron lo poco que llevaban y cansados, se sentaron en el suelo, mientras su padre se aventuraba a buscar algo de leña con la que calentar aquel inhóspito sitio que les serviría de morada esa noche. María, abrió su pequeña mochila, y de ella a su vez una caja blanca que sacó con sumo cuidado. La abrió y de ella sacó un pequeño Niño Jesús al que intentó buscar acomodo. Con varios trozos de madera y astillas que encontró en el suelo, le hizo un pequeño pesebre, y lo puso encima de lo que quedaba de una pequeña mesilla. Lo colocó con cuidado, lo miró un instante, y sonrió probablemente por primera vez en todo el día. Le dirigió una mirada a su madre que también sonreía viéndola, mientras secaba a escondidas una lágrima que empezaba a nacer de uno de sus ojos, fruto de una mezcla de alegría y de pena que difícilmente podía reprimir. Y se sintió orgullosa de haber llamado María a aquella niña nacida en una tierra donde ser cristiano era solo para héroes. Y sus hermanos se acercaron a ella y le pusieron sus brazos en el hombro para contemplar todos juntos, el que probablemente fuera en aquel momento, el Belén más bonito del mundo.


Tengo un amigo al que le gusta escribir. Vaya tío raro… No escribe por dinero ni por fama. Ni escribe por encargo o por antojo. Escribe solo cuando tiene un motivo o cuando le apetece. Desde hace algún tiempo y llegada esta fecha, le suelen pedir que escriba algo que la gente parece que espera aunque él se resista a creerlo. No escribe por encargo como decía, y este año además parecía que ni tenía motivos…ni tampoco muchas ganas. Él mismo escribió un día algo así como “…quien no ha visto derrumbarse, los cimientos de su vida, como un castillo de naipes…”. Qué manera de adelantarse a su propio futuro… Y ahí estaba él ahora, recogiendo del suelo su vieja baraja de cartas, esparcida y removida por un viento que parecía a veces convertirse en tempestad. Intentó a veces apagar aquella tormenta buscando en un lejano sol que parecía dibujar una eterna sonrisa un motivo que le sirviera para seguir adelante …pero eran tales los nubarrones que hasta aquel lejano sol parecía haberse apagado también para siempre. Así que casi sin ganas, empezó a asumir el reto de coger su vieja pluma hecha teclado y dejar volar aquella imaginación que muchos creían innata. Y pensó que como iba a negarse. Que como iba a ser capaz de desearle dentro de nada Feliz Navidad a todo el mundo, y no deseársela a él mismo. Había aprendido desde hacía ya algún tiempo, que al final lo importante no es donde estás sino con quién estás. Y en estos días, estemos donde estemos vamos a estar con la mejor de las compañías. Porque viene a vernos, aunque sea en algunos casos solo por unas horas, aquel que hasta para nacer tuvo que coger una bolsa, un borriquillo y a su familia… y emprender un largo camino. Estaremos con aquel amigo al que no elegimos, sino que nos eligió. Con aquel que vino hace más de dos mil años, no a redactar cuentos como aquel desgraciado amigo mío, sino a traernos de verdad buenas noticias para siempre. Por eso un año más y a pesar de todo, estés donde estés, estés con quien estés…que el Señor te bendiga a tí y a los tuyos para siempre.

Feliz Navidad a todos.

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