El Pertiguero

Hablamos de cofradías

La Tertulia

Minicuentos de Navidad (XIII) por Ángel Rodríguez Aguilocho

Érase una vez un hombre metido en una trinchera. Estaba sentado en la tierra y dejaba caer la espalda en unos sacos que le servían de escudo. La noche era clara y hacía frío. Brillaban las estrellas en el oscuro cielo y a lo lejos de vez en cuando sonaba algún ruido, tal vez un disparo, tal vez una explosión. Pero lo peor era la sensación de que no pasaba nada. Cuando la guerra se alarga en el tiempo ya no es noticia. Ya no llena portadas. En los telediarios no sirve para titulares, sino que las novedades de la batalla se cuentan entre las subidas de los precios y la pamplina política que haya soltado el Rufián de turno. Pero a pesar de todo allí seguían. A unos metros, en la misma trinchera, había otro chaval que era más joven que él. También estaba sentado y tenía las manos en la boca donde intentaba que el vaho le mitigara un poco el frío que hacía, mientras le tiritaban ligeramente las piernas. De pronto se levantó y fue a por su mochila. Palpó de manera nerviosa los muchos bolsillos que tenía hasta que pareció localizar lo que buscaba. Abrió la cremallera y sacó una pequeña imagen que resulto ser un misterio con la Virgen, San José y el niño en una sola pieza. Sopló y le quito levemente el polvo y lo colocó sobre la nieve y le puso al lado una vela que encendió con una cerilla. Y miró a su compañero de fatigas del que no recordaba ni el nombre y en voz baja le dijo “Щасливого Різдва”. Él no supo ni qué contestarle. Solo se dio cuenta que en una trinchera y abrazado a un fusil la Navidad había llegado y él no se había dado ni cuenta.

Estaba ella en su puesto de trabajo tan tranquila. Llevaba de teleoperadora muchos años, pero le llamó la atención aquella campaña concreta para diciembre y decidió apuntarse como voluntaria. Más que nada para ver cómo funcionaba el producto y si alguien realmente llamaba o era todo una broma o una trola. Pantalla plana enfrente, auriculares con micro incorporado y de pronto suena la primera llamada a la que ella respondió con voz dulce y amable, pero a la vez algo dubitativa:

  • TELEZAMBOMBA buenas tardes ¿En qué puedo ayudarle?
  • – Buenas tardes. Soy el socio 412. Tenemos una urgencia. Se nos ha roto el carrizo hace 5 minutos y necesitamos solución
  • – Claro que sí caballero- ¿Qué talla es? ¿Le mandamos solo el carrizo o le mandamos una nueva?
  • – Es de la talla XXL. Del último modelo que sacasteis. Pues no sé. Me vale con un par de carrizos creo. Pero ¿tenéis alguna oferta?
  • – Si claro. Si nos pide dos carrizos le regalamos una pandereta. Y si nos pide la zambomba completa le regalamos cinco camisetas de las que ponen “Los Segadores” en el pecho
  • – Entonces la oferta de las camisetas. Que somos muy de “los Segadores” nosotros. Si no te quedan de esas me las pones de “El terebol”, que nos da igual. Por favor que sea urgente que se nos corta la fiesta
  • Van marchando. En quince o veinte minutos tiene el pedido en su domicilio

Y colgó pensando si había sido todo verdad, o si como decía aquel mago, todo había sido fruto de su imaginación.

Érase una señora que creía mucho en los Reyes Magos. Tanto creía, que, como cada año, se encaminó a aquella preciosa juguetería del centro de la ciudad, con techos altos y una gran escalera, para dejar allí la carta que le habían escrito sus hijos y sus nietos con todos sus deseos para la mañana del seis de enero. Así sus majestades lo tendrían todo más fácil. Pero pasó el tiempo, y en aquella juguetería se extrañaban de que nadie pasara a recogerlos. Se acercaba peligrosamente la fecha y decidieron contactar con aquella señora sin éxito alguno. Hasta que al final, pudieron hablar con un cercano familiar que les hizo confirmar la peor de las noticias. Aquella carta de deseos y de ilusiones se cruzó en el tiempo con otra carta de malos resultados y peores noticias. Pero aquel familiar que recibió la llamada, le dijo a aquella embajadora de sus majestades que no se preocupara. Que él mismo avisaría a sus majestades para que pasaran a recoger esos regalos de aquella carta que pasaría a ser la más inolvidable que su familia recordaría. Y volvió a salir el sol aquella mañana de enero. Y se volvió a llenar aquel salón de paquetes y de regalos. Y se llenó también de algarabía, de sonrisas y evidentemente también de alguna lágrima. Pero todo entendieron que la magia había vuelto a producirse. Porque estaban seguros de que aquella noche que acababa de terminar, una estrella bonita y brillante recién llegada al cielo, había iluminado el camino a los Reyes como nunca antes ninguna lo hizo.

Tengo un amigo al que no le gusta la Navidad. Ya os hablé una vez de él. Él dice que no le gusta la Navidad, pero a base de conocerlo me he dado cuenta de que lo que realmente no le gusta no son las fiestas previas, sino el final de las mismas. Es por eso que aquella nochebuena llegó a su hogar sin mucho plan para cenar. Al llegar a casa, se le vino a la mente una pareja de amigos suyos. Unos que precisamente el año anterior, en un intento de convertirlo en una persona más navideña, le habían regalado un sencillo misterio para que adornara su casa. Creo que le remordió algo la conciencia al llegar y de pronto recordar que era veinticuatro de diciembre y aquel belén seguía metido en su caja tal y como lo guardó el año anterior. Él odiando la Navidad y curiosamente aquellos amigos, navideños como los que más, recluidos en casa contagiados por aquel maldito virus que aun andaba dando coletazos. Ni corto ni perezoso, cogió al niño Jesús, lo pegó en una caja de bombones y se lanzó con un cubata en la mano a recorrer las vacías calles de una ciudad que parecía descansar después de un mes de jaleo. El silencio solo lo rompían los hielos de aquel vaso y las instrucciones del navegador de su móvil que lo dirigía a casa de sus amigos para evitar que se perdiera. Y por una ventana, les devolvió, de manera temporal, aquella pequeña imagen de escaso precio pero que esa noche empezó de pronto a tener mucho valor. Y volvió a casa pensando si era justo aquello que había pasado esa noche. Pero volvió sintiéndose el dueño de una ciudad vacía, llena de ventanas iluminadas tras las cortinas. y con el corazón lleno de sentimientos bonitos, porque para sus amigos, había sido la única cara que habían podido ver la noche de Nochebuena. Y eso no tiene precio…

Conozco a un niño que nace dentro de una semana. Nace cada año de hecho. No celebramos su cumpleaños como cantaban aquellos marines de “La Chaqueta Metálica”, sino que nace de verdad cada año, y al siguiente también, y al siguiente… Pensando un día sobre esto, me di cuenta de que lo hace con una intención. Nace cada año, para poder suplir a aquellos que ese año se nos han ido. Para sentarse en una de esas famosas sillas vacías de las que todo el mundo habla de vez en cuando. Porque siempre falta alguien nuevo. Hace un par de años alguien, este año alguien más y así sin solución de continuidad. Él viene para ocupar ese sitio. Para que hagamos como en aquella película de dibujos animados que vi hace poco tiempo. Para que recordemos al menos un día al año a los que hemos querido y ahora no están. Porque como dice el mensaje de aquella historia, si recordamos a alguien al menos un día al año, esa persona siempre seguirá con vida. Al menos en nuestros corazones. Al menos en nuestra memoria. Quizás esté en nosotros intentar llevar a cabo eso tantas veces dicho de procurar que sea navidad todo el año. Es difícil, lo sé. Pero deberíamos intentarlo. Solo un momentito de navidad cada día nos haría ser mejores a todos. Por nuestro amigo no va a quedar. Porque sé, como os digo, que en una semana va a volver a nacer por nosotros y por los que nos faltan. Y probablemente también por los que tienen que venir… Así que yo os deseo lo mejor para este próximo veinticinco de diciembre. Y también para todos los días del año. Feliz Navidad a todos.

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